Martes, Diciembre 24, 2024

Una infraestructura para el futuro, por Carlos Cruz L.

PULSO – Por definición, una política de infraestructura debe tener la mirada puesta en el largo plazo. En efecto, en el mejor de los casos, desde el momento que se concibe un proyecto hasta que puede ser utilizado, pasan cerca de 6 años.

Así, si hoy se decide iniciar una obra, esta recién estará disponible para los usuarios el 2025. Eso significa proyectar cuáles serán en el futuro las demandas ciudadanas y productivas que habrá en ese momento, qué nuevas oportunidades requerirá el país para seguir con su desarrollo y qué efectos provocará ese proyecto. Este ejercicio de imaginación no puede ser asumido solo por quienes gobiernan, sino por un colectivo de personas que representen distintas visiones.

Una forma de dirimir las diferencias que puedan surgir es a través del máximo rigor técnico posible y de mecanismos democráticos de decisiones. Es en este contexto que la infraestructura no puede quedar al margen de la discusión contingente, en la que se están decidiendo cuestiones relevantes para el país que queremos, como el compromiso de revisar -al corto plazo- la nueva Constitución que nos regirá.

Por ejemplo, haber optado por la carbono neutralidad al 2050 debiera ser una orientación sobre el tipo de proyectos con los que debemos comprometernos. Si bien Chile contribuye con menos del 0,2% al efecto invernadero que afecta en el mundo, se encuentra entre los 20 países con mayor daño potencial.

Es claro que esto debiera tener incidencia en las fuentes de energía por las cuales se opte -cuestión en la que Chile ha avanzado mucho- y en la selección de los sistemas de transportes que proyectemos, los cuales deberán tener un énfasis en alternativas guiadas, no necesariamente sobre rieles, con un uso intensivo de energía eléctrica.

La carbono neutralidad debiera ser también una indicación para evaluar diferentes vías de adaptabilidad a la creciente falta de recursos hídricos. Quizá se hace necesario repensar la estrategia de exportación intensiva de productos altamente demandantes de agua y optar por inversiones de carácter estratégico que permitan un mejor balance entre disponibilidad de agua-requerimientos productivos-consumo humano. La desalinización, el trasvase de cuencas y nuevas formas de acumulación y distribución de agua, debieran ser parte de un diseño que, en la eventualidad de que se opte por reforzar nuestras potencialidades exportadoras, dé señales claras de solución a los problemas que existen.

Es fundamental comenzar ahora, de modo que vislumbremos un nuevo estado de cosas en un futuro próximo. La contingencia no puede consumir la energía necesaria para iniciar este camino, sino que desde ella debemos encontrar la mejor forma de dirimir las diferencias que surjan entre alternativas que técnicamente deben ser impecables.

Fuente: Pulso, Sábado 14 de Marzo de 2020

PULSO – Por definición, una política de infraestructura debe tener la mirada puesta en el largo plazo. En efecto, en el mejor de los casos, desde el momento que se concibe un proyecto hasta que puede ser utilizado, pasan cerca de 6 años.

Así, si hoy se decide iniciar una obra, esta recién estará disponible para los usuarios el 2025. Eso significa proyectar cuáles serán en el futuro las demandas ciudadanas y productivas que habrá en ese momento, qué nuevas oportunidades requerirá el país para seguir con su desarrollo y qué efectos provocará ese proyecto. Este ejercicio de imaginación no puede ser asumido solo por quienes gobiernan, sino por un colectivo de personas que representen distintas visiones.

Una forma de dirimir las diferencias que puedan surgir es a través del máximo rigor técnico posible y de mecanismos democráticos de decisiones. Es en este contexto que la infraestructura no puede quedar al margen de la discusión contingente, en la que se están decidiendo cuestiones relevantes para el país que queremos, como el compromiso de revisar -al corto plazo- la nueva Constitución que nos regirá.

Por ejemplo, haber optado por la carbono neutralidad al 2050 debiera ser una orientación sobre el tipo de proyectos con los que debemos comprometernos. Si bien Chile contribuye con menos del 0,2% al efecto invernadero que afecta en el mundo, se encuentra entre los 20 países con mayor daño potencial.

Es claro que esto debiera tener incidencia en las fuentes de energía por las cuales se opte -cuestión en la que Chile ha avanzado mucho- y en la selección de los sistemas de transportes que proyectemos, los cuales deberán tener un énfasis en alternativas guiadas, no necesariamente sobre rieles, con un uso intensivo de energía eléctrica.

La carbono neutralidad debiera ser también una indicación para evaluar diferentes vías de adaptabilidad a la creciente falta de recursos hídricos. Quizá se hace necesario repensar la estrategia de exportación intensiva de productos altamente demandantes de agua y optar por inversiones de carácter estratégico que permitan un mejor balance entre disponibilidad de agua-requerimientos productivos-consumo humano. La desalinización, el trasvase de cuencas y nuevas formas de acumulación y distribución de agua, debieran ser parte de un diseño que, en la eventualidad de que se opte por reforzar nuestras potencialidades exportadoras, dé señales claras de solución a los problemas que existen.

Es fundamental comenzar ahora, de modo que vislumbremos un nuevo estado de cosas en un futuro próximo. La contingencia no puede consumir la energía necesaria para iniciar este camino, sino que desde ella debemos encontrar la mejor forma de dirimir las diferencias que surjan entre alternativas que técnicamente deben ser impecables.

Fuente: Pulso, Sábado 14 de Marzo de 2020

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