Jueves, Diciembre 26, 2024

Transantiago: difícil y onerosa década

EL MERCURIO – En once años de operación, el Transantiago ha recibido aportes del Estado por más de US$ 6 mil millones, desde los US$ 234 millones entregados en 2007, cuando partió el sistema, hasta los US$ 752 millones de 2017. Durante el año en curso, dichos aportes alcanzan ya a US$ 436 millones solo al 25 de junio, mes en el cual se le habrán traspasado 59 mil millones de pesos, la segunda cifra más alta de su historia. La cuantía de los recursos involucrados -cabe recordar que, cuando se anunció el plan, se indicó que la tarifa no superaría la de las “micros amarillas” de entonces y que no provocaría déficits- ha llevado a un amplio debate y escrutinio sobre las causas que explican esa distancia, en calidad y costos, entre lo que se prometió y lo que la ciudadanía efectivamente ha recibido.

Quizás la más importante lección que deja esta fallida política pública, emblemática en su fracaso, es la dificultad que supone diseñar soluciones centralizadas -desde “arriba hacia abajo”- para problemas complejos, como el del transporte público, y las ventajas de los esquemas “adaptativos”, basados en diseños flexibles, que permiten ir introduciendo modificaciones impulsadas por las demandas del propio sistema. Otra aproximación, más razonable que las fórmulas centralizadas, es la de efectuar pruebas en subsistemas más pequeños (de modo que los costos de adaptación sean bajos), y luego generalizar la mejor solución solo una vez que esta haya dado muestras sostenidas de su solidez.

Resulta indudable la importancia de solucionar el problema del transporte público. El enorme crecimiento del parque automotor en estos 11 años y la congestión que eso conlleva -además de la gigantesca cantidad de recorridos de las antiguas “micros amarillas” que, de haber continuado ese sistema, se hubiesen necesitado- hacen difícil pensar que la coordinación para lograr un uso eficiente de la limitada superficie de circulación disponible habría sido posible sin imponer algún tipo de organización al sistema. Las preguntas que la acelerada introducción del Transantiago no dio tiempo para responder adecuadamente fueron cuál era esa organización y cuál el método de búsqueda en el espacio de soluciones posibles que convergía más rápida y eficientemente a encontrarla.

A estas alturas han quedado claras las ventajas que ofrece la fórmula de trenes subterráneos, en recorridos que tengan una demanda mínima -hasta hace poco ese número era de 17 mil pasajeros por hora por sentido-, pues no congestionan las rutas de superficie, no contaminan la atmósfera y dan certeza en los tiempos de viaje, que es probablemente lo que más aprecian los usuarios. En cambio, los ejes estructurantes de superficie (claves en el diseño teórico del Transantiago) son caros de construir, limitan fuertemente el uso de dichas vías para el resto de los vehículos, y no aseguran tiempos de viaje predecibles.

Los esfuerzos desplegados por las distintas autoridades para mejorar el funcionamiento del plan al interior de su diseño original han sido encomiables, y por eso, a pesar de sus falencias y costos, se le considera el mejor sistema de transporte público de Latinoamérica. Sin embargo, ello no modifica el hecho de que se trata de uno de los peores ejemplos de diseño e implementación de política pública en el país, ni menos el justificado hastío de sus usuarios. La próxima licitación que renovará las flotas de buses y su sistema de pagos e incentivos pondrá a prueba las lecciones aprendidas. La autoridad de transporte debe poner todo su conocimiento y toda la experiencia acumulada para que ella sea exitosa, incluso si eso significa tomarse aun más tiempo para definirla.

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Fuente: El Mercurio, Martes 31 de julio de 2018

EL MERCURIO – En once años de operación, el Transantiago ha recibido aportes del Estado por más de US$ 6 mil millones, desde los US$ 234 millones entregados en 2007, cuando partió el sistema, hasta los US$ 752 millones de 2017. Durante el año en curso, dichos aportes alcanzan ya a US$ 436 millones solo al 25 de junio, mes en el cual se le habrán traspasado 59 mil millones de pesos, la segunda cifra más alta de su historia. La cuantía de los recursos involucrados -cabe recordar que, cuando se anunció el plan, se indicó que la tarifa no superaría la de las “micros amarillas” de entonces y que no provocaría déficits- ha llevado a un amplio debate y escrutinio sobre las causas que explican esa distancia, en calidad y costos, entre lo que se prometió y lo que la ciudadanía efectivamente ha recibido.

Quizás la más importante lección que deja esta fallida política pública, emblemática en su fracaso, es la dificultad que supone diseñar soluciones centralizadas -desde “arriba hacia abajo”- para problemas complejos, como el del transporte público, y las ventajas de los esquemas “adaptativos”, basados en diseños flexibles, que permiten ir introduciendo modificaciones impulsadas por las demandas del propio sistema. Otra aproximación, más razonable que las fórmulas centralizadas, es la de efectuar pruebas en subsistemas más pequeños (de modo que los costos de adaptación sean bajos), y luego generalizar la mejor solución solo una vez que esta haya dado muestras sostenidas de su solidez.

Resulta indudable la importancia de solucionar el problema del transporte público. El enorme crecimiento del parque automotor en estos 11 años y la congestión que eso conlleva -además de la gigantesca cantidad de recorridos de las antiguas “micros amarillas” que, de haber continuado ese sistema, se hubiesen necesitado- hacen difícil pensar que la coordinación para lograr un uso eficiente de la limitada superficie de circulación disponible habría sido posible sin imponer algún tipo de organización al sistema. Las preguntas que la acelerada introducción del Transantiago no dio tiempo para responder adecuadamente fueron cuál era esa organización y cuál el método de búsqueda en el espacio de soluciones posibles que convergía más rápida y eficientemente a encontrarla.

A estas alturas han quedado claras las ventajas que ofrece la fórmula de trenes subterráneos, en recorridos que tengan una demanda mínima -hasta hace poco ese número era de 17 mil pasajeros por hora por sentido-, pues no congestionan las rutas de superficie, no contaminan la atmósfera y dan certeza en los tiempos de viaje, que es probablemente lo que más aprecian los usuarios. En cambio, los ejes estructurantes de superficie (claves en el diseño teórico del Transantiago) son caros de construir, limitan fuertemente el uso de dichas vías para el resto de los vehículos, y no aseguran tiempos de viaje predecibles.

Los esfuerzos desplegados por las distintas autoridades para mejorar el funcionamiento del plan al interior de su diseño original han sido encomiables, y por eso, a pesar de sus falencias y costos, se le considera el mejor sistema de transporte público de Latinoamérica. Sin embargo, ello no modifica el hecho de que se trata de uno de los peores ejemplos de diseño e implementación de política pública en el país, ni menos el justificado hastío de sus usuarios. La próxima licitación que renovará las flotas de buses y su sistema de pagos e incentivos pondrá a prueba las lecciones aprendidas. La autoridad de transporte debe poner todo su conocimiento y toda la experiencia acumulada para que ella sea exitosa, incluso si eso significa tomarse aun más tiempo para definirla.

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Fuente: El Mercurio, Martes 31 de julio de 2018

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