Martes, Noviembre 26, 2024

Siete lecciones históricas para un nuevo ferrocarril en Chile, por Guillermo Guajardo y Rodrigo del Río

CIPER – «Cualquier impulso ferroviario trae consecuencias políticas y económicas de largo plazo», recuerdan los autores de esta columna para CIPER, con numerosas alusiones históricas, desde la administración de José Manuel Balmaceda a la promesa del tren Santiago-Valparaíso del Presidente Boric, y considerando además que dice al respecto la propuesta de nueva Constitución.

En su primera cuenta pública, el pasado 1 de junio, el Presidente Gabriel Boric planteó entre otras cosas cumplir con lo que llamó «un anhelo transversal e histórico de nuestro país, que es contar con una amplia red de trenes para Chile». Anunció entonces la meta de movilizar ciento cincuenta millones de pasajeros por ferrocarril en 2026, y prometió «no más diagnóstico, y empecemos a trabajar en serio para el tren que va a unir a Valparaíso y Santiago».

Entre aplausos cerró con un: «¡Chile merece recuperar su tradición ferroviaria!».

El piso mínimo de las propuestas esbozadas por el Presidente implica invertir en los próximos años una buena proporción del PIB, así como darle un papel protagónico a la Empresa de los Ferrocarriles del Estado (EFE), una de las principales víctimas institucionales de las reformas neoliberales después del golpe militar de 1973. Así, en pocos minutos de discurso, Boric se subió al tren de una larga historia que en Chile ha empleado al ferrocarril como herramienta del estadista. El caso más claro es el del presidente José Manuel Balmaceda, cuya obra ferroviaria entre 1886 y 1891 incrementó las vías en casi mil kilómetros, convirtiendo así al ferrocarril no solo en un punto de su programa de gobierno, sino en una política de Estado: «Vais a agregar al cuerpo del Estado una vena que ensancha el organismo común, haciendo circular por ella la sangre generosa de la vitalidad nacional», dijo públicamente en 1883.

Sin embargo, la memoria ferroviaria no evita tomar decisiones irreversibles, que irán más allá de una gestión y que, antes de volver a impulsarse, debe considerar una larga historia de aciertos y errores, sobre todo tras 49 años de clausuras, parches y disminución de capacidades técnicas. Al respecto queremos con esta columna entregar una breve hoja de ruta para este viaje largo y lento, la cual basamos en algunas lecciones históricas sobre el ferrocarril en Chile.

(1)
Existe una conexión cultural en el modo en el que el presidente Boric presenta el vínculo entre el ferrocarril y el cambio estructural del país. Así lo expuso Baudrillard hace medio siglo: «El “mensaje” del ferrocarril no es el carbón ni los pasajeros que transporta, sino una visión del mundo, un nuevo carácter de las aglomeraciones».

Tal promesa se conecta con la del ex presidente Balmaceda («el riel es el agente mudo pero más activo de la civilización moderna, y la luz que implora la palabra de fuego y cuyo eco despierta incesantemente a los mortales al deber y al trabajo»), quien por lo demás inauguró el uso moderno del ferrocarril para la política de masas con su gira presidencial pueblo por pueblo [Sagredo 2001].

(2)
La segunda lección son las palabras que usamos. Decimos ‘trenes’, cuando en realidad nos referirnos al ferrocarril, un sistema de transporte que es tanto infraestructura fija como vehículos en movimiento que están atados al suelo con su plataforma, durmientes, rieles, ingeniería e instalaciones. Esto es necesario de aclarar porque el ferrocarril contiene un problema espacial relevante: al modificar el suelo de manera permanente es muy difícil borrar su huella, tanto en el territorio como en el presupuesto público, debido a sus grandes escalas de financiamiento. Robert T. Brown, destacado jefe de la División de Transporte de la CEPAL, a mediados de 1960 advirtió sobre el carácter irreversible que traían las decisiones en ferrocarriles y carreteras cuando éstas no tienen una visión de conjunto: «… son decisiones básicas, fundamentales, y si en ellas se comete error, no hay manera de volver atrás: las derivaciones de la decisión tienen alcance muy largo tanto en el espacio como en el tiempo». Esto confirma que cualquier impulso ferroviario trae consecuencias políticas y económicas de largo plazo.

(3)
La responsabilidad del Estado en esta materia no es sólo la de construir vías. Para el gobierno actual, la paradoja es que, si bien dispone de ciertas vías principales y cuenta con un operador y personal competente en EFE, estos se encuentran disminuidos. Ya no existe la ventaja del poder estatal que tuvo Balmaceda para gestionar y ordenar a los actores. De fondo persiste la indefinición sobre cuál es el rol estatal sobre esta materia: en la actual Constitución es subsidiario, y en el texto para plebiscitar sólo se garantiza que la única infraestructura pública serán las telecomunicaciones (aunque el ser humano es terrestre y no transita entre las nubes). Las competencias para una infraestructura de red como la del ferrocarril sólo estarán como un actividad de «transporte» a cargo de las nuevas regiones autónomas y de empresas públicas regionales (artículo 220 de la Propuesta de nueva Constitución), sin considerar que el ferrocarril abarcaría varias regiones. Esto obligaría a crear un organismo estatal superior y complejo que tendría que coordinar cada uno de los tramos en cada región, en lugar de tener una sola empresa para un medio que es un monopolio natural.

(4)
¿Qué pasó luego de 1973 con activos estatales como el derecho de vía y los predios ferroviarios? En los últimos cuarenta años desaparecieron áreas de estaciones y patios de maniobra, confinando las vías a una estrecha faja (aunque EFE ha sido la mayor inmobiliaria pública y el mayor activo nacional desde 1914). Se necesita tener un catastro de lo perdido y de lo que queda en manos del Estado, aunque en el río revuelto de esa historia se extrañan aquellos archivos que documentan las propiedades estatales, e incluso patrimonio histórico ha sido cedido en comodato [Guajardo y Moreno 2019]. Es por esto que hoy el Estado carece de poder suficiente como para impulsar el interés nacional.

(5)
Es perentorio preocuparse por el balance regional. La premura por una nueva línea o «tren» entre Valparaíso y Santiago prioriza un artefacto en movimiento que tendría un costo medioambiental severo para conectar la capital con el puerto. Es una conexión que no beneficia a toda la Quinta Región sino más bien al puerto, hoy importante bastión de apoyo al gobierno. Nuevamente las lecciones históricas ayudan, ya que la política de Balmaceda, si bien se planteó desde un carácter nacional, no se encargó del norte, sino más bien del centro y sur: de los 1.162 kilómetros de vías construidas durante su gobierno un 18% fue para las entonces provincias de Atacama y Coquimbo, y el 80% quedaron entre Aconcagua y Valdivia, en apoyo al poder terrateniente tradicional del centro-sur [Zeitlin 1984]. Se gestó entonces un desbalance regional de infraestructura, pues el norte nunca logró tener una conexión eficiente con el resto del país. Los gobiernos buscaron unirlo a través del Ferrocarril Longitudinal Norte, aunque con la errada decisión técnica —justificada por el costo, en su momento— de homologar toda la vía de La Calera a Iquique a un metro de ancho de trocha, creando así una ruptura de tráfico que generó una dualidad territorial por los transbordos.

(6)
El tren Santiago-Valparaíso es en gran medida un proyecto redundante, pues ya existe una vía férrea por el interior entre ambas ciudades. El nuevo trazo sería un nuevo intento de superar la decisión tomada en la década de 1850 por los accionistas y el gobierno de no construir la ruta por Casablanca, y optar por la presión de los hacendados de tener una vía por la parte más alta de la Cordillera de la Costa hacia Santiago. Además, el nuevo proyecto ignora que la Quinta Región tiene un alto tráfico regional en las comunas del interior, en donde sí hay vía férrea. Los proyectos viables estudiados por EFE plantean restablecer el servicio de pasajeros desde Limache a La Calera, y desde Santiago a Batuco. Esto hace que sea más realista examinar qué hay disponible para carga y pasaje, antes de avanzar en una obra cara, incierta y lenta con varios túneles en un trayecto casi paralelo a la actual autopista, quedando perdida la inversión por el interior.

(7)
La séptima lección es que ya existe una interrupción ferroviaria entre el centro y el norte del país. Hay tramos cortados en el Norte Chico, por la decisión de cerrar el servicio de pasajeros del Longitudinal Norte y dejarlo solo para carga, tomada en 1976 por la dictadura. La esperanza en su restablecimiento se hundió cuando el gobierno de Patricio Aylwin impulsó la concesión del túnel El Melón y vendió el Longitudinal con sus equipos y derechos de vía [Ramírez 1993]. La línea existe en los mapas, pero décadas de falta de utilización, desastres naturales y el interés excluyente por tramos únicamente rentables se han traducido en la pérdida de toda la ingeniería civil puesta en terreno. El actual proyecto no cubre esta deuda, por lo que el gobierno debería confesar a la población del norte si acaso se renunciará definitivamente a una conexión ferroviaria. Tendría que hacerse, de manera pública y transparente, un catastro sobre lo perdido, así como revisar el trasfondo constitucional sobre los derechos inalienables de la nación en las vías.

Creemos que estas siete lecciones son un mínimo histórico para una política ferroviaria que recomienza después de medio siglo. La experiencia enseña que el ferrocarril fue posible gracias tanto a fuertes alianzas como también a presiones políticas regionales, por lo que está por verse si la justicia regional del programa del actual gobierno y la futura Constitución permitirán tener un consenso sobre cómo repartir de manera equitativa esta infraestructura y, así, al fin hacer posible la marcha del tren del estadista.

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Fuente: Ciper, Lunes 8 de Agosto de 2022

CIPER – «Cualquier impulso ferroviario trae consecuencias políticas y económicas de largo plazo», recuerdan los autores de esta columna para CIPER, con numerosas alusiones históricas, desde la administración de José Manuel Balmaceda a la promesa del tren Santiago-Valparaíso del Presidente Boric, y considerando además que dice al respecto la propuesta de nueva Constitución.

En su primera cuenta pública, el pasado 1 de junio, el Presidente Gabriel Boric planteó entre otras cosas cumplir con lo que llamó «un anhelo transversal e histórico de nuestro país, que es contar con una amplia red de trenes para Chile». Anunció entonces la meta de movilizar ciento cincuenta millones de pasajeros por ferrocarril en 2026, y prometió «no más diagnóstico, y empecemos a trabajar en serio para el tren que va a unir a Valparaíso y Santiago».

Entre aplausos cerró con un: «¡Chile merece recuperar su tradición ferroviaria!».

El piso mínimo de las propuestas esbozadas por el Presidente implica invertir en los próximos años una buena proporción del PIB, así como darle un papel protagónico a la Empresa de los Ferrocarriles del Estado (EFE), una de las principales víctimas institucionales de las reformas neoliberales después del golpe militar de 1973. Así, en pocos minutos de discurso, Boric se subió al tren de una larga historia que en Chile ha empleado al ferrocarril como herramienta del estadista. El caso más claro es el del presidente José Manuel Balmaceda, cuya obra ferroviaria entre 1886 y 1891 incrementó las vías en casi mil kilómetros, convirtiendo así al ferrocarril no solo en un punto de su programa de gobierno, sino en una política de Estado: «Vais a agregar al cuerpo del Estado una vena que ensancha el organismo común, haciendo circular por ella la sangre generosa de la vitalidad nacional», dijo públicamente en 1883.

Sin embargo, la memoria ferroviaria no evita tomar decisiones irreversibles, que irán más allá de una gestión y que, antes de volver a impulsarse, debe considerar una larga historia de aciertos y errores, sobre todo tras 49 años de clausuras, parches y disminución de capacidades técnicas. Al respecto queremos con esta columna entregar una breve hoja de ruta para este viaje largo y lento, la cual basamos en algunas lecciones históricas sobre el ferrocarril en Chile.

(1)
Existe una conexión cultural en el modo en el que el presidente Boric presenta el vínculo entre el ferrocarril y el cambio estructural del país. Así lo expuso Baudrillard hace medio siglo: «El “mensaje” del ferrocarril no es el carbón ni los pasajeros que transporta, sino una visión del mundo, un nuevo carácter de las aglomeraciones».

Tal promesa se conecta con la del ex presidente Balmaceda («el riel es el agente mudo pero más activo de la civilización moderna, y la luz que implora la palabra de fuego y cuyo eco despierta incesantemente a los mortales al deber y al trabajo»), quien por lo demás inauguró el uso moderno del ferrocarril para la política de masas con su gira presidencial pueblo por pueblo [Sagredo 2001].

(2)
La segunda lección son las palabras que usamos. Decimos ‘trenes’, cuando en realidad nos referirnos al ferrocarril, un sistema de transporte que es tanto infraestructura fija como vehículos en movimiento que están atados al suelo con su plataforma, durmientes, rieles, ingeniería e instalaciones. Esto es necesario de aclarar porque el ferrocarril contiene un problema espacial relevante: al modificar el suelo de manera permanente es muy difícil borrar su huella, tanto en el territorio como en el presupuesto público, debido a sus grandes escalas de financiamiento. Robert T. Brown, destacado jefe de la División de Transporte de la CEPAL, a mediados de 1960 advirtió sobre el carácter irreversible que traían las decisiones en ferrocarriles y carreteras cuando éstas no tienen una visión de conjunto: «… son decisiones básicas, fundamentales, y si en ellas se comete error, no hay manera de volver atrás: las derivaciones de la decisión tienen alcance muy largo tanto en el espacio como en el tiempo». Esto confirma que cualquier impulso ferroviario trae consecuencias políticas y económicas de largo plazo.

(3)
La responsabilidad del Estado en esta materia no es sólo la de construir vías. Para el gobierno actual, la paradoja es que, si bien dispone de ciertas vías principales y cuenta con un operador y personal competente en EFE, estos se encuentran disminuidos. Ya no existe la ventaja del poder estatal que tuvo Balmaceda para gestionar y ordenar a los actores. De fondo persiste la indefinición sobre cuál es el rol estatal sobre esta materia: en la actual Constitución es subsidiario, y en el texto para plebiscitar sólo se garantiza que la única infraestructura pública serán las telecomunicaciones (aunque el ser humano es terrestre y no transita entre las nubes). Las competencias para una infraestructura de red como la del ferrocarril sólo estarán como un actividad de «transporte» a cargo de las nuevas regiones autónomas y de empresas públicas regionales (artículo 220 de la Propuesta de nueva Constitución), sin considerar que el ferrocarril abarcaría varias regiones. Esto obligaría a crear un organismo estatal superior y complejo que tendría que coordinar cada uno de los tramos en cada región, en lugar de tener una sola empresa para un medio que es un monopolio natural.

(4)
¿Qué pasó luego de 1973 con activos estatales como el derecho de vía y los predios ferroviarios? En los últimos cuarenta años desaparecieron áreas de estaciones y patios de maniobra, confinando las vías a una estrecha faja (aunque EFE ha sido la mayor inmobiliaria pública y el mayor activo nacional desde 1914). Se necesita tener un catastro de lo perdido y de lo que queda en manos del Estado, aunque en el río revuelto de esa historia se extrañan aquellos archivos que documentan las propiedades estatales, e incluso patrimonio histórico ha sido cedido en comodato [Guajardo y Moreno 2019]. Es por esto que hoy el Estado carece de poder suficiente como para impulsar el interés nacional.

(5)
Es perentorio preocuparse por el balance regional. La premura por una nueva línea o «tren» entre Valparaíso y Santiago prioriza un artefacto en movimiento que tendría un costo medioambiental severo para conectar la capital con el puerto. Es una conexión que no beneficia a toda la Quinta Región sino más bien al puerto, hoy importante bastión de apoyo al gobierno. Nuevamente las lecciones históricas ayudan, ya que la política de Balmaceda, si bien se planteó desde un carácter nacional, no se encargó del norte, sino más bien del centro y sur: de los 1.162 kilómetros de vías construidas durante su gobierno un 18% fue para las entonces provincias de Atacama y Coquimbo, y el 80% quedaron entre Aconcagua y Valdivia, en apoyo al poder terrateniente tradicional del centro-sur [Zeitlin 1984]. Se gestó entonces un desbalance regional de infraestructura, pues el norte nunca logró tener una conexión eficiente con el resto del país. Los gobiernos buscaron unirlo a través del Ferrocarril Longitudinal Norte, aunque con la errada decisión técnica —justificada por el costo, en su momento— de homologar toda la vía de La Calera a Iquique a un metro de ancho de trocha, creando así una ruptura de tráfico que generó una dualidad territorial por los transbordos.

(6)
El tren Santiago-Valparaíso es en gran medida un proyecto redundante, pues ya existe una vía férrea por el interior entre ambas ciudades. El nuevo trazo sería un nuevo intento de superar la decisión tomada en la década de 1850 por los accionistas y el gobierno de no construir la ruta por Casablanca, y optar por la presión de los hacendados de tener una vía por la parte más alta de la Cordillera de la Costa hacia Santiago. Además, el nuevo proyecto ignora que la Quinta Región tiene un alto tráfico regional en las comunas del interior, en donde sí hay vía férrea. Los proyectos viables estudiados por EFE plantean restablecer el servicio de pasajeros desde Limache a La Calera, y desde Santiago a Batuco. Esto hace que sea más realista examinar qué hay disponible para carga y pasaje, antes de avanzar en una obra cara, incierta y lenta con varios túneles en un trayecto casi paralelo a la actual autopista, quedando perdida la inversión por el interior.

(7)
La séptima lección es que ya existe una interrupción ferroviaria entre el centro y el norte del país. Hay tramos cortados en el Norte Chico, por la decisión de cerrar el servicio de pasajeros del Longitudinal Norte y dejarlo solo para carga, tomada en 1976 por la dictadura. La esperanza en su restablecimiento se hundió cuando el gobierno de Patricio Aylwin impulsó la concesión del túnel El Melón y vendió el Longitudinal con sus equipos y derechos de vía [Ramírez 1993]. La línea existe en los mapas, pero décadas de falta de utilización, desastres naturales y el interés excluyente por tramos únicamente rentables se han traducido en la pérdida de toda la ingeniería civil puesta en terreno. El actual proyecto no cubre esta deuda, por lo que el gobierno debería confesar a la población del norte si acaso se renunciará definitivamente a una conexión ferroviaria. Tendría que hacerse, de manera pública y transparente, un catastro sobre lo perdido, así como revisar el trasfondo constitucional sobre los derechos inalienables de la nación en las vías.

Creemos que estas siete lecciones son un mínimo histórico para una política ferroviaria que recomienza después de medio siglo. La experiencia enseña que el ferrocarril fue posible gracias tanto a fuertes alianzas como también a presiones políticas regionales, por lo que está por verse si la justicia regional del programa del actual gobierno y la futura Constitución permitirán tener un consenso sobre cómo repartir de manera equitativa esta infraestructura y, así, al fin hacer posible la marcha del tren del estadista.

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Fuente: Ciper, Lunes 8 de Agosto de 2022

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