EL MOSTRADOR – El mundo enfrenta una de sus peores crisis económicas en 100 años, gestada durante el confinamiento obligatorio de la pandemia –que alteró el empleo, la producción y el comercio global en todas las escalas– y acrecentada ahora con las consecuencias dramáticas de la guerra en Ucrania.
Alta inflación, desempleo, países con sobreendeudamiento, mayores restricciones de movilidad, costo desmedido del petróleo, depreciación de monedas nacionales en países emergentes, volatilidad bursátil, incertidumbre regulatoria para la inversión, son algunas de las manifestaciones de esta crisis que provoca sus mayores estragos en las capas medias y de menores ingresos de las sociedades latinoamericanas.
En Chile lo estamos viendo y viviendo a diario. Nuestra inflación actual es la más alta desde 1994 y, según estimaciones oficiales, el crecimiento del PIB este año sería el segundo más bajo desde 1990.
Vale recordar que en 1990 éramos –objetivamente– un país rezagado tecnológicamente. Décadas de control estatal sobre las telecomunicaciones nos mantenían en el subdesarrollo tecnológico. Cómo no recordar que había que inscribirse en listas de espera para poder acceder a contratar un teléfono fijo en la casa. Ni hablar del mundo rural, donde ni siquiera existían teléfonos públicos.
Con la apertura de la industria de las telecomunicaciones a inversionistas privados, Chile pudo concretar en la década de los 90 del pasado siglo uno de los mayores saltos tecnológicos de su historia, hasta consolidar un inesperado liderazgo regional en telefonía celular y TV cable, fruto de inversiones millonarias que el Estado chileno de la época, con altas tasas de pobreza multidimensional, no habría sido capaz de solventar por sí mismo.
En las primeras décadas del siglo XXI la industria de telecomunicaciones alcanzó niveles superiores de inversión que masificaron los servicios públicos hasta un 98% del territorio poblacional, con redes móviles y acceso a Internet, llevando a Chile a niveles de países más desarrollados en número de usuarios, escuelas y empresas conectadas.
Hoy enfrentamos un desafío de equidad digital, para que todo el territorio poblacional del país tenga los mismos estándares de calidad de servicio, con precios competitivos y asequibles. Poner fin a las zonas rojas y elevar las prestaciones de conectividad digital en zonas aisladas.
También tenemos un desafío de recuperación económica nacional. Porque en todo el mundo desarrollado el motor del nuevo ciclo económico es la revolución digital. Los países que saldrán más rápido de la crisis actual y que tendrán posiciones de vanguardia en las próximas décadas, son aquellos que maduren su integración en la cuarta revolución industrial con el uso de nuevas tecnologías, como la inteligencia artificial y la física cuántica en todos los procesos productivos.
Con este horizonte en la mira, es crítico para Chile preparar su ecosistema digital para asumir esta transformación de la economía como una política de Estado. Un elemento clave es proveer a la infraestructura de telecomunicaciones de una adecuada matriz regulatoria, que la sostenga en el tiempo y habilite de forma sostenible su evolución tecnológica. Sobre todo, una matriz constitucional que incentive la inversión en este campo.
Una de las virtudes del modelo chileno que nos convirtió en líderes regionales fue que el Estado supo comprender la naturaleza de la inversión en la industria de telecomunicaciones, que es peculiar. Por una parte, es una industria de infraestructura, que necesita inversión muy intensiva y cuantiosa para desplegar redes, con retorno a largo plazo, como las autopistas o puertos. Por otra parte, es un mercado muy dinámico en competencia e innovación de productos con alta inversión anual en nuevos planes, dispositivos, marketing y ocupación laboral, que tiene exigentes metas de eficiencia y sostenibilidad anual.
Esta realidad fue recogida por el Estado definiendo, como se estila en el mundo desarrollado, un régimen concesional robusto, de largo plazo y con condiciones muy nítidas de caducidad, para favorecer las inversiones sostenidas.
La red móvil actual (sin 5G) y de fibra óptica que tenemos en Chile, ha costado en inversión privada más de 13 mil millones de dólares en la última década, sin considerar algunos subsidios públicos focalizados a la oferta.
La red 5G nacional y sus terminales con subsidio para consumidores –considerando solo cuatro actores– costará en los próximos años cerca de 3.000 millones de dólares más, y la construcción de la fibra óptica necesaria para soportar la demanda 4.0 sumará otros 500 millones de dólares a mediano plazo.
Hablamos de las inversiones mínimas para desplegar la infraestructura de conectividad digital, sin considerar su costo operacional, el pago de derechos al fisco por el uso de espectro radioeléctrico, más la inversión de mercado que hace cada operador anualmente para prestar servicios a usuarios finales y competir abiertamente.
Con estas necesidades tan exigentes de inversión es primordial extraer el mayor valor social posible a las redes de telecomunicaciones actuales, muchas de las cuales constituyen además infraestructura crítica en el país, asegurando su proyección hacia adelante, así como fijar reglas de inversión sostenibles y racionales para el futuro inmediato.
En este contexto preocupa la propuesta de la Comisión de Medio Ambiente de la Convención Constitucional, que desconoce las recomendaciones de la Unión Internacional de Telecomunicaciones de Naciones Unidas –sobre la titularidad y estabilidad en el tiempo de las concesiones de telecomunicaciones que usan espectro radioeléctrico para desplegar las redes privadas que usamos todos–, al redefinir los títulos de concesiones sobre espectro como simples permisos administrativos, que son precarios legalmente y sujetos a la discrecionalidad del Gobierno de turno.
Ello implica hacia el futuro un grave riesgo. Dificulta la atracción de las inversiones millonarias que necesitamos, porque nadie invierte en una infraestructura de largo plazo sobre la cual no tiene derecho de propiedad y cuya autorización precaria puede revocarse unilateralmente por la autoridad. Con ello ponemos en riesgo la evolución tecnológica de Chile e, incluso, pone serias trabas al despliegue incipiente de 5G que podría quedar truncado a medio camino.
También se pone en riesgo la estabilidad de las actuales redes de telecomunicaciones y las metas de inclusión digital. Menos inversión significa menor calidad de servicio. Menos inversión significa renunciar al imperativo ético de cerrar la brecha digital en los territorios menos conectados.
Ni hablar de las graves consecuencias para la población de revocar discrecionalmente el uso de las concesiones actuales de telecomunicaciones, que podría derivar en “apagones de conectividad”, dejando a millones de usuarios sin comunicación digital.
Este sábado el Pleno de la Convención Constitucional debe votar este punto sobre el espectro radioeléctrico. Previamente este mismo Pleno ya aprobó la norma que define al espectro radioeléctrico como un recurso nacional y determina que las condiciones para uso no discriminatorio serán definidas por ley. No parece prudente contradecir ese articulado, ya aprobado, con una nueva norma que cierra la puerta al debate legislativo y cristaliza a nivel constitucional el uso del espectro como un mero permiso administrativo.
Es tiempo de cuidar nuestra infraestructura digital y reforzar su futuro, porque hoy –más que nunca– el bienestar y desarrollo humano de Chile dependen de su ecosistema digital.
Fuente: El Mostrador, Viernes 13 de Mayo de 2022