LA TERCERA – Estamos viviendo el momento más duro en lo que va de la pandemia. Las cifras de contagiados y fallecidos se disparan al corregirse las metodologías de conteo y reporte, el sistema de salud resiste al límite de su capacidad y tememos su colapso, el Gobierno reconoce sus errores con tres cambios de gabinete, el Frente Amplio y la extrema izquierda nuevamente se restan de los urgentes acuerdos políticos a los que se allanaron oficialismo y oposición, y la gente en las calles sigue moviéndose pese al llamado amplio a guardar cuarentena.
Si es que tocamos fondo, ojalá que de ahora en adelante sólo nos quede bracear a la superficie hasta respirar a bocanadas mejores cifras y buenas noticias; y tal como vemos en Europa, Asia y Oceanía de a poco recuperar la esperanza de alcanzar esa tan esquiva normalidad.
En estos duros momentos la verdad se nos ha revelado de diversas y crudas formas. En el caso de nuestras ciudades nos ha enrostrado que pese a ser el único país en el sur global que todavía puede erradicar los campamentos y garantizar el acceso universal a la vivienda, todavía hay cerca de 50 mil familias en ellos que no pueden siquiera lavarse las manos y menos quedarse en casa. Que pese a la celebrada movilidad residencial, subsidios al arriendo y a clases medias, todavía tenemos más de 450 mil familias viviendo de allegados, hacinados en cités o expuestos a abusadores que no dudan en expulsarlos a la calle por no poder pagar el arriendo. Reconocemos con dolor que, según el “Índice de Movilidad durante la Pandemia” desarrollado por la UDD con datos de Telefónica, lo máximo que se ha podido reducir los viajes en la capital es un 40%, porque hay miles de personas que no pueden pasar la cuarentena en sus hogares, siquiera en su barrio obligados a trabajar presencialmente o hacer largos viajes en transporte público para llevar comida a sus casas. También ha quedado en evidencia la deuda urbana de nuestras ciudades, donde los parques y plazas no eran necesidades de segundo orden, y el acceso a los centros de servicios, comercio y cultura ahora son urgentes. Como tiro de gracia, pese al confinamiento, ayer se declaró la primera preemergencia ambiental en la RM, señal de lo mucho que nos falta para descarbonizar nuestra matriz energética.
Pero estos duros momentos también permiten reconocer valores y conductas que creíamos perdidas, como la amistad, empatía, humildad, solidaridad, resiliencia y tantas más. Aquellos que hemos podido respetar la cuarentena y compartimos el hogar con familiares nos hemos conocido mejor, darnos el tiempo para conversar, llorar, liberar y luego contener juntos los miedos y rabias, también soñar con futuros mejores. Miramos con nostalgia nuestras empolvadas bicicletas, y cuando excepcionalmente hemos salido del enclaustramiento para hacer un trámite, deseamos imperiosamente volver a pasear por las calles, tomarnos un café en una terraza o simplemente sentir el sol de invierno sentados en un banco mirando los niños jugar en la plaza.
Esa melancolía es un sentimiento que crece en nuestros corazones, y se refleja al cruzar la mirada cálida y cómplice con la dependiente de la farmacia, el inmigrante que trae el delivery, el funcionario municipal o ese desconocido que humaniza los cada vez más escasos contactos sociales, y la profundidad con que resuena la frase “que estés muy bien”, es síntoma de un renovado amor al prójimo.
Desde ese amor al prójimo, el reconocimiento de nuestros errores, la necesaria reconstrucción de los espacios y lugares para volver a vivir en comunidad; la voluntad de salir juntos y en paz de estos momentos más duros es desde donde debemos comenzar a rediseñar la anhelada nueva normalidad.
Fuente: La Tercera, Domingo 14 de Junio de 2020