LA TERCERA – Es común que ante escenarios de pandemia, se pongan en cuestión los fundamentos de la ciudad o inclusive del sistema económico completo, debido al pánico de verse contagiado y morir antes de tiempo. Pero debemos tener claro que el Covid-19 será controlado y que el desafío será preparar nuestras ciudades ante nuevas enfermedades de propagación masiva.
En el pasado esto se conoció como “planificación higieniesta” y dio origen a las normas de ventilación y sanitización de edificios o las redes de alcantarillado para controlar epidemias como el tifus exantemático. Pero la medida más efectiva al largo plazo, fue reducir el hacinamiento en que vivían miles de pobres e inmigrantes en cuartos redondos o conventillos. Para ello se regularon los arriendos, se lotearon campos de la periferia y se entregaron sitios, casetas sanitarias y viviendas sociales.
En esta pandemia hemos escuchado demasiados pronósticos futuristas sobre la masificación del teletrabajo o el auge del comercio electrónico, pero muy poco de la vivienda precaria y su hacinamiento que sigue siendo muy relevante en la propagación del virus. Ahora no son solo conventillos, sino que megatorres con 400 departamentos de 30 metros cuadrados, donde las personas deben hacer cola para tomar ascensores. Sólo en la zona central de Santiago existen 100 mil hogares en estas condiciones y otros 200 mil viven hacinados en bloques de vivienda social de cinco pisos con canchas de cemento y plazas de tierra.
Si el Covid-19 se masifica con rapidez, será en estos lugares donde la opción de “quedarte en tu casa” es una tortura. Además, sus habitantes deben trabajar presencialmente, y no por Zoom, así que su probabilidad de enfermarse aumenta considerablemente. ¿Cómo se reduce esta vulnerabilidad sanitaria y urbana para pandemias futuras? Usando el principal activo que tiene el Estado: más de mil hectáreas de suelo fiscal botado o subutilizado en comunas centrales e incluso en el sector oriente de Santiago.
Debemos llenar estos sitios eriazos de viviendas amplias, con jardines y servicios, lo que además servirá para paliar el desempleo que los expertos anticipan será crítico. Si urbanizamos 200 hectáreas por año, en cinco años podríamos construir 65.000 viviendas amplias, con densidades similares a las de Ñuñoa o Macul, y a precios accesibles para familias de escasos recursos y clase media, aprovechando que el Estado tiene la propiedad del suelo. Hay que complementar los escenarios futuristas de drones volando y scooters navegando, con las prioridades de las personas más expuestas a la pandemia. Además de reducir el hacinamiento y mejorar los entornos de sus barrios, un plan de vivienda digna evitará que se propaguen otras patologías como la segregación, la violencia intrafamiliar o el narcotráfico.
Fuente: La Tercera, Domingo 29 de Marzo de 2020