EL MERCURIO – El inicio de este año 2019 nos deja imágenes impactantes de inundaciones en el norte grande, incendios en la zona centro-sur, además del daño y angustia producidos por el terremoto de Coquimbo y la evacuación preventiva frente a un tsunami que no llegó.
Una vez más, estos eventos extremos desnudan y evidencian nuestras precariedades y limitaciones, y confirman con dureza que los esfuerzos realizados por sucesivos gobiernos luego del 27-F, aunque bien enfocados, son definitivamente insuficientes.
Al no contar aún con una nueva institucionalidad, los esfuerzos post 27-F se han orientado lógicamente a mejorar la gestión y coordinación de la respuesta de emergencia con el objetivo fundamental de salvar vidas y reconstruir más rápido. Sin embargo, es poco o nada lo que la actual institucionalidad concede para coordinar y ejecutar acciones de mitigación y menos aún para evitar generar nuevos riesgos; está claro que sin estas acciones, las imágenes de incendios, aluviones, marejadas o tsunamis destruyendo todo a su paso seguirán repitiéndose, incluso con mayor frecuencia.
Los desastres no son naturales, son la conjugación de al menos tres factores: i) los eventos de la naturaleza, ii) la exposición y iii) la vulnerabilidad frente a esos eventos. Es sobre los últimos dos factores donde la nueva institucionalidad debe concentrar su acción, pues son ámbitos sobre los cuales tenemos directa responsabilidad.
El mitigar el riesgo de desastres requiere decisión y consensos amplios, pues implica que todo desarrollo sobre nuestro territorio, sea este público o privado, contribuya a disminuir los niveles de exposición y vulnerabilidad de las personas, bienes y servicios, para reducir el riesgo de desastres o al menos no aumentarlo.
Mitigar el riesgo requiere entonces de una visión que trascienda los gobiernos de turno, y una nueva estructura institucional que promueva una mejor coordinación intersectorial, además de potenciar las capacidades locales para descentralizar la toma de decisiones; todos principios que generan en lo teórico amplio consenso, pero que chocan con la cruda realidad burocrática de un centralismo exacerbado.
Las cuantiosas pérdidas que los eventos de la naturaleza le infieren al país (costo anual promedio en torno al 1% del PIB según la OCDE) son un pesado lastre que justifica ampliamente el dotar a Chile de una institucionalidad que compatibilice el crecimiento y desarrollo con la seguridad, el bienestar, la sostenibilidad y la resiliencia.
A este respecto, el marco de Sendai 2015-2030 fija cuatro prioridades de acción: i) comprender el riesgo de desastres, ii) fortalecer la gobernanza del riesgo de desastres, iii) invertir en la reducción del riesgo de desastres para la resiliencia, y iv) aumentar la preparación para casos de desastres a fin de dar una respuesta eficaz y reconstruir mejor. Si bien el proyecto de ley en discusión desde 2011 constituye un avance sustantivo en relación con la situación actual, persiste un desbalance hacia la respuesta de emergencia, la recuperación y la preparación, en desmedro de la mitigación sostenible del riesgo como principio rector del desarrollo.
Es de esperar, como ocurre cada vez que el país se ve enfrentado a los desastres, que el Gobierno vuelva a poner urgencia a la discusión parlamentaria de la ley; será la última oportunidad para incorporar indicaciones que permitan corregir algunas de las limitaciones que aún persisten, en particular en relación con la evaluación prospectiva del riesgo de desastres y su mitigación. Es posible que nuestro bienestar, desarrollo y sostenibilidad dependan de aquello más de lo que quisiéramos creer.
Ver artículo
Fuente: El Mercurio, jueves 28 de febrero de 2019
Sobre la mitigación del riesgo de desastres, por Rodrigo Cienfuegos
EL MERCURIO – El inicio de este año 2019 nos deja imágenes impactantes de inundaciones en el norte grande, incendios en la zona centro-sur, además del daño y angustia producidos por el terremoto de Coquimbo y la evacuación preventiva frente a un tsunami que no llegó.
Una vez más, estos eventos extremos desnudan y evidencian nuestras precariedades y limitaciones, y confirman con dureza que los esfuerzos realizados por sucesivos gobiernos luego del 27-F, aunque bien enfocados, son definitivamente insuficientes.
Al no contar aún con una nueva institucionalidad, los esfuerzos post 27-F se han orientado lógicamente a mejorar la gestión y coordinación de la respuesta de emergencia con el objetivo fundamental de salvar vidas y reconstruir más rápido. Sin embargo, es poco o nada lo que la actual institucionalidad concede para coordinar y ejecutar acciones de mitigación y menos aún para evitar generar nuevos riesgos; está claro que sin estas acciones, las imágenes de incendios, aluviones, marejadas o tsunamis destruyendo todo a su paso seguirán repitiéndose, incluso con mayor frecuencia.
Los desastres no son naturales, son la conjugación de al menos tres factores: i) los eventos de la naturaleza, ii) la exposición y iii) la vulnerabilidad frente a esos eventos. Es sobre los últimos dos factores donde la nueva institucionalidad debe concentrar su acción, pues son ámbitos sobre los cuales tenemos directa responsabilidad.
El mitigar el riesgo de desastres requiere decisión y consensos amplios, pues implica que todo desarrollo sobre nuestro territorio, sea este público o privado, contribuya a disminuir los niveles de exposición y vulnerabilidad de las personas, bienes y servicios, para reducir el riesgo de desastres o al menos no aumentarlo.
Mitigar el riesgo requiere entonces de una visión que trascienda los gobiernos de turno, y una nueva estructura institucional que promueva una mejor coordinación intersectorial, además de potenciar las capacidades locales para descentralizar la toma de decisiones; todos principios que generan en lo teórico amplio consenso, pero que chocan con la cruda realidad burocrática de un centralismo exacerbado.
Las cuantiosas pérdidas que los eventos de la naturaleza le infieren al país (costo anual promedio en torno al 1% del PIB según la OCDE) son un pesado lastre que justifica ampliamente el dotar a Chile de una institucionalidad que compatibilice el crecimiento y desarrollo con la seguridad, el bienestar, la sostenibilidad y la resiliencia.
A este respecto, el marco de Sendai 2015-2030 fija cuatro prioridades de acción: i) comprender el riesgo de desastres, ii) fortalecer la gobernanza del riesgo de desastres, iii) invertir en la reducción del riesgo de desastres para la resiliencia, y iv) aumentar la preparación para casos de desastres a fin de dar una respuesta eficaz y reconstruir mejor. Si bien el proyecto de ley en discusión desde 2011 constituye un avance sustantivo en relación con la situación actual, persiste un desbalance hacia la respuesta de emergencia, la recuperación y la preparación, en desmedro de la mitigación sostenible del riesgo como principio rector del desarrollo.
Es de esperar, como ocurre cada vez que el país se ve enfrentado a los desastres, que el Gobierno vuelva a poner urgencia a la discusión parlamentaria de la ley; será la última oportunidad para incorporar indicaciones que permitan corregir algunas de las limitaciones que aún persisten, en particular en relación con la evaluación prospectiva del riesgo de desastres y su mitigación. Es posible que nuestro bienestar, desarrollo y sostenibilidad dependan de aquello más de lo que quisiéramos creer.
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Fuente: El Mercurio, jueves 28 de febrero de 2019