Jueves, Diciembre 26, 2024

Cómo detener el avance del narco en las ciudades, por Iván Poduje

EL MERCURIO – La conmoción generada por el tiroteo en la plaza de Maipú se explica más por el lugar donde ocurrieron los hechos, que por el asesinato de una persona en manos de bandas. Lo afirmo porque estos crímenes ocurren a diario y no generan alarma pública, ya que se producen en periferias urbanas que hemos ido invisibilizando. Un caso dramático es la población El Castillo, de La Pintana, donde en un año murieron 23 personas por enfrentamientos entre narcotraficantes, y esa misma violencia afecta la población Parinacota, de Quilicura; la Bonilla, de Antofagasta, o las Américas, de Talca.
¿Qué tienen en común estos sectores? Además de estar alejados de todo, surgieron de programas habitacionales destinados a familias de escasos recursos que venían de sectores distintos y que no se conocían entre sí. Esta falta de arraigo y de redes de apoyo fue fatal, ya que dejó a los niños solos y desprotegidos ante las bandas que los capturaron como adictos y soldados. Según estudios de Atisba con información del Ministerio Público, en Santiago, 800 mil personas viven en barrios afectados por el narcotráfico, y la cifra sube a un millón si sumamos Antofagasta, Valparaíso, Rancagua y Talca. Esto implica cerca de 200 mil niños expuestos al crimen organizado.
Pese a la magnitud del problema, el Estado no se ha tomado en serio este flagelo social. El caso del Sename es un ejemplo de libro, pero también la Defensoría de la Niñez, que hace más noticia por las polémicas de su directora que por los programas para ayudar a niños, niñas y adolescentes de estos barrios vulnerables. La clase política tampoco ayuda, ya que se mueve en visiones extremas que no conversan: la derecha exige más policías y mano dura, y la izquierda, grandes reformas sociales, que ahora incluyen refundar Carabineros.
Pero ningún sector político ha priorizado la recuperación de los entornos urbanos que permiten el avance del narco. Eso abarca desde soluciones simples, como duplicar las luminarias agregando cámaras para controlar delitos, hasta inversiones de mayor cuantía para llevar servicios o construir parques y equipamientos deportivos en los sitios controlados por las bandas. Pensemos qué ocurriría si llenáramos nuestras periferias invisibles con piscinas temperadas, gimnasios y canchas iluminadas, que muestren horizontes de esperanza para niños y jóvenes que solo ven paisajes grises y violentos.
Una estrategia exitosa aplicada en Medellín fue llevar estos servicios y “abrir” los sectores donde se almacena y distribuye la droga, ensanchando calles y confiscando las casas de los narcos para traspasarlas a entidades destinadas a rehabilitar adictos y capacitar a exintegrantes de bandas. También se requiere mayor dotación policial, pero eso no es suficiente. Debemos mejorar la infraestructura de los recintos policiales y escoger comisarios de Carabineros bien entrenados y cercanos a la comunidad. Policías de élite que ejerzan autoridad sin insultar ni golpear a los vecinos, para que los narcos no se vendan como “defensores del pueblo” atacando cuarteles, como ocurrió en el estallido.
Otra prioridad es detener la corrupción de las instituciones. El Ministerio Público debiera investigar ahora los vínculos entre el narco y candidatos a alcaldes y concejales en la zona sur de Santiago, donde se podría armar un verdadero cartel de varias comunas con políticos vinculados al crimen. En las policías, el rol del comisario vuelve a ser clave para estar atento a las conductas de su personal y al stock de armas y municiones que se manejan en cada recinto.
El sector privado no puede quedar ausente de esta tarea y puede aportar de dos formas. Primero, replicando el extraordinario trabajo que hacen fundaciones como Nocedal o Astoreca administrando colegios de excelencia en barrios vulnerables, y que podrían extenderse a los equipamientos deportivos y las piscinas temperadas. Pero también necesitamos empresarios dispuestos a invertir en comunas segregadas, como ocurrió en el hospital abandonado de Pedro Aguirre Cerda, que hoy es un moderno centro de oficinas y servicios, o en la antigua fábrica Sumar de San Joaquín, que fue reciclada como centro comercial y que ahora cuenta con tiendas y restaurantes a solo dos cuadras de La Legua.
Si no integramos los barrios segregados con estas inversiones públicas y privadas, el control territorial del narco seguirá aumentando y sus acciones de violencia irán escalando, y se desplazarán hacia lugares cada vez más centrales y concurridos, lo que comprometerá severamente la paz de nuestras ciudades y el desarrollo pleno de nuestros niños, niñas y adolescentes.
Fuente: El Mercurio, Lunes 26 de Diciembre de 2020

EL MERCURIO – La conmoción generada por el tiroteo en la plaza de Maipú se explica más por el lugar donde ocurrieron los hechos, que por el asesinato de una persona en manos de bandas. Lo afirmo porque estos crímenes ocurren a diario y no generan alarma pública, ya que se producen en periferias urbanas que hemos ido invisibilizando. Un caso dramático es la población El Castillo, de La Pintana, donde en un año murieron 23 personas por enfrentamientos entre narcotraficantes, y esa misma violencia afecta la población Parinacota, de Quilicura; la Bonilla, de Antofagasta, o las Américas, de Talca.
¿Qué tienen en común estos sectores? Además de estar alejados de todo, surgieron de programas habitacionales destinados a familias de escasos recursos que venían de sectores distintos y que no se conocían entre sí. Esta falta de arraigo y de redes de apoyo fue fatal, ya que dejó a los niños solos y desprotegidos ante las bandas que los capturaron como adictos y soldados. Según estudios de Atisba con información del Ministerio Público, en Santiago, 800 mil personas viven en barrios afectados por el narcotráfico, y la cifra sube a un millón si sumamos Antofagasta, Valparaíso, Rancagua y Talca. Esto implica cerca de 200 mil niños expuestos al crimen organizado.
Pese a la magnitud del problema, el Estado no se ha tomado en serio este flagelo social. El caso del Sename es un ejemplo de libro, pero también la Defensoría de la Niñez, que hace más noticia por las polémicas de su directora que por los programas para ayudar a niños, niñas y adolescentes de estos barrios vulnerables. La clase política tampoco ayuda, ya que se mueve en visiones extremas que no conversan: la derecha exige más policías y mano dura, y la izquierda, grandes reformas sociales, que ahora incluyen refundar Carabineros.
Pero ningún sector político ha priorizado la recuperación de los entornos urbanos que permiten el avance del narco. Eso abarca desde soluciones simples, como duplicar las luminarias agregando cámaras para controlar delitos, hasta inversiones de mayor cuantía para llevar servicios o construir parques y equipamientos deportivos en los sitios controlados por las bandas. Pensemos qué ocurriría si llenáramos nuestras periferias invisibles con piscinas temperadas, gimnasios y canchas iluminadas, que muestren horizontes de esperanza para niños y jóvenes que solo ven paisajes grises y violentos.
Una estrategia exitosa aplicada en Medellín fue llevar estos servicios y “abrir” los sectores donde se almacena y distribuye la droga, ensanchando calles y confiscando las casas de los narcos para traspasarlas a entidades destinadas a rehabilitar adictos y capacitar a exintegrantes de bandas. También se requiere mayor dotación policial, pero eso no es suficiente. Debemos mejorar la infraestructura de los recintos policiales y escoger comisarios de Carabineros bien entrenados y cercanos a la comunidad. Policías de élite que ejerzan autoridad sin insultar ni golpear a los vecinos, para que los narcos no se vendan como “defensores del pueblo” atacando cuarteles, como ocurrió en el estallido.
Otra prioridad es detener la corrupción de las instituciones. El Ministerio Público debiera investigar ahora los vínculos entre el narco y candidatos a alcaldes y concejales en la zona sur de Santiago, donde se podría armar un verdadero cartel de varias comunas con políticos vinculados al crimen. En las policías, el rol del comisario vuelve a ser clave para estar atento a las conductas de su personal y al stock de armas y municiones que se manejan en cada recinto.
El sector privado no puede quedar ausente de esta tarea y puede aportar de dos formas. Primero, replicando el extraordinario trabajo que hacen fundaciones como Nocedal o Astoreca administrando colegios de excelencia en barrios vulnerables, y que podrían extenderse a los equipamientos deportivos y las piscinas temperadas. Pero también necesitamos empresarios dispuestos a invertir en comunas segregadas, como ocurrió en el hospital abandonado de Pedro Aguirre Cerda, que hoy es un moderno centro de oficinas y servicios, o en la antigua fábrica Sumar de San Joaquín, que fue reciclada como centro comercial y que ahora cuenta con tiendas y restaurantes a solo dos cuadras de La Legua.
Si no integramos los barrios segregados con estas inversiones públicas y privadas, el control territorial del narco seguirá aumentando y sus acciones de violencia irán escalando, y se desplazarán hacia lugares cada vez más centrales y concurridos, lo que comprometerá severamente la paz de nuestras ciudades y el desarrollo pleno de nuestros niños, niñas y adolescentes.
Fuente: El Mercurio, Lunes 26 de Diciembre de 2020

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