MUNDO AGRO – “El agua dulce se pierde cuando llega al mar” es una frase falsa y que, desafortunadamente, circula en distintas esferas, permeando, incluso, a las más altas autoridades de nuestro país. Sin embargo, el flujo de agua dulce hacia los océanos es parte de un proceso tan esencial como lo es el ciclo del agua.
Este flujo natural de agua hacia los océanos aporta múltiples beneficios a las comunidades costeras, genera una barrera natural a la entrada de agua salobre río arriba, determina las condiciones hidrográficas y oceanográficas necesarias para sustentar diversos hábitats en la zona costera, y transporta sedimentos y substancias disueltas esenciales para la productividad del océano, incluyendo carbono, nitrógeno, fósforo y sílice (fundamental para algunas microalgas que requieren este último elemento).
Además, los ríos transportan arenas más allá de sus desembocaduras, determinando la geomorfología del paisaje costero que observamos. Sin los sedimentos de los ríos, nuestras playas desaparecerían producto de la actividad erosiva natural. Junto con esto, las áreas estuarinas, donde el agua dulce de los ríos se encuentra con el mar, generan un hábitat único, de una extraordinaria biodiversidad terrestre y acuática, que involucra especies de ambos mundos, el del agua dulce y el del agua salada.
Luego de intensas lluvias a fines de junio el río Itata descarga sedimentos, incluyendo nutrientes, generando una masiva pluma en la zona costera del Biobío. Fuente: Imagen satelital (MODIS-Terra) del día 1 de julio de 2019.
Pese a todo esto, durante muchos años las carreteras hídricas y los proyectos de transferencia de agua entre cuencas se han considerado una estrategia para conciliar el desequilibrio entre la demanda y la disponibilidad de agua en algunas regiones del mundo (Shumilova et al., 2018). Dada la aguda escasez en el acceso de agua dulce en el norte de Chile, actualmente existen varias iniciativas privadas que están promoviendo el desvío de agua desde la zona centro-sur (más húmeda) hacia el norte del país. Estas llamadas “carreteras hídricas” involucran la captura, almacenamiento y transferencia a gran escala de agua dulce por un par de miles de kilómetros a través de tuberías enterradas bajo tierra o depositadas en el lecho marino costero.
¿De dónde se extraería dicha agua? Desde las partes altas (precordillera) y/o desde las desembocaduras de los ríos (ríos Biobío, Maule y Rapel), “puntos calientes” o hotspot de la biodiversidad global. Específicamente en el caso del río Biobío, este se constituye como uno de los ambientes con mayor diversidad de peces nativos a nivel nacional (Habit et al., 2006).
IMPACTO AMBIENTAL
El uso del agua transportada desde el centro-sur estará dirigido a satisfacer las demandas urbanas, pero especialmente las del sector agrícola y la minería del cobre. Como muchas otras experiencias internacionales que promueven estos proyectos de transferencia a gran escala, sus partidarios afirman que traerán una gran prosperidad económica, beneficios sociales y crecimiento económico. Sin embargo, estudios recientes han demostrado que el aporte de materia orgánica, nutrientes y partículas exportadas a la zona costera a través de todos los ríos involucrados en los megaproyectos en consideración, es de suma importancia para sustentar la productividad biológica y el funcionamiento del ecosistema costero a través de la regulación de los ciclos biogeoquímicos (Masotti et al., 2018).
Solo para ejemplificar, durante la actual megasequía de Chile central, la llegada de agua dulce y nutrientes al mar disminuyó en aproximadamente un 50% en comparación con los valores históricos, lo que implicó una reducción significativa de la biomasa de fitoplancton en el océano costero adyacente (Masotti et al., 2018). Además, un estudio llevado a cabo como parte de una tesis doctoral de la Universidad de Concepción (Pérez et al., 2015) demostró que los ríos Maule, Rapel y Biobío exportan hasta 200 toneladas diarias de nitrógeno inorgánico, más de 4.000 toneladas diarias de sílice y miles de toneladas diarias de carbono orgánico e inorgánico. Por tanto, una reducción en el flujo de agua dulce al mar, como el que pretenden estos proyectos, podría representar una reducción de entre 30 y 120 toneladas diarias de carbono y sílice, respectivamente.
A esto se suma que los sistemas de filtración estándar de los proyectos no evitarán el transporte de contaminantes, especialmente en cuencas multiusos como el Biobío, donde hay actividad agropecuaria, industrial, plantaciones forestales, acuicultura, generación hidroeléctrica, abastecimiento de agua potable, y que cuenta con tres plantas de industria de celulosa con una producción mayor a dos millones anuales de toneladas de descarga a sus efluentes. En consecuencia, todos los elementos trazas de estas actividades, como plaguicidas, dioxinas y furanos (Chang et al., 2011) e hidrocarburos aromáticos policíclicos (Barra et al., 2009), presentes en las aguas fluviales, serán transportados al norte de Chile. Dado que el agua transportada incorporará bacterias y virus exóticos al área receptora (Meador, 1992), será necesario un tratamiento antes de su uso.
COSTOS Y BENEFICIOS
El cambio climático en Chile también puede afectar significativamente a este tipo de megaproyectos, debido a la bien demostrada tendencia hacia una reducción en las precipitaciones en las regiones donde se encuentran las cuencas desde donde se extraería el agua (Boisier et al., 2016). En un futuro cercano, las comunidades alrededor de estas cuencas proveedoras también podrían verse ocasionalmente afectadas por niveles muy bajos de agua, principalmente, debido a la imprevisibilidad de los efectos del cambio climático, lo que a su vez podría limitar su acceso al suministro y su capacidad para regar cultivos para la agricultura y/u otras actividades.
Algo que podríamos haber aprendido, a partir de iniciativas internacionales ya desarrolladas, es la imperiosa necesidad de un correcto análisis costo-beneficio que evite la sobreestimación de beneficios y subestimación de costos de las carreteras hídricas. Este análisis debe incluir el costo de oportunidad asociado a otros usos que podríamos dar al agua dulce en estas cuencas proveedoras (por ejemplo, hidroeléctrica, residencial, industrial, agrícola, forestal, acuícola, turística y recreativa) y las implicaciones de intervenir, en algunos casos, en territorios que pertenecen a comunidades indígenas (Austin & Drye, 2011).
Con el objeto de evitar la sobreestimación de los beneficios para aquellas regiones que reciben esta agua, necesitamos estimar el valor del recurso utilizando su costo marginal. Este valor marginal podría ser bajo en el sector agrícola y en algunas industrias (Bierkens et al., 2019), pero esta evaluación debiese considerar la capacidad de adaptación de cada sector. Por ejemplo, la agricultura tiene un conjunto de alternativas para hacer frente a la escasez de agua, incluidos cambios en los cultivos y una tecnología para un uso del agua dulce de forma más eficiente.
Si consideramos a las “carreteras hídricas” como una de las opciones de gestión viables para el déficit de agua global y local, necesitamos contar, necesariamente, con una mayor regulación y estándares estrictos para justificar su implementación y gestión, pero, especialmente, para salvaguardar la salud del ecosistema (Vargas et al., 2020). El panorama legislativo actual, sin embargo, revela una realidad diferente, y no solo en Chile. Los trasvases de agua, por el momento, siguen estando relativamente desregulados en países como Estados Unidos.
Si bien este tipo de proyectos puede parecer rentable desde una perspectiva privada, su conveniencia social debe evaluarse cuidadosamente. Lo más importante es que debemos demostrar que los proyectos propuestos superan a otras opciones de gestión del agua y que la restauración ambiental podrá proporcionar varios beneficios adicionales, como la reducción de la contaminación, el ecoturismo, la recreación y el valor de no uso de la protección del ecosistema, que contribuye significativamente al bienestar de las personas.
Para equilibrar el desarrollo sostenible con la salud de los ecosistemas, Chile debería implementar regulaciones más estrictas para asegurar que las transferencias se gestionen a largo plazo y considerar enfoques que reconozcan la conectividad entre los ecosistemas terrestres y marinos, las implicaciones socioecológicas de la transferencia de agua y los escenarios de cambio climático (Vargas et al., 2020).
Fuente: Mundo Agro, Jueves 14 de Enero de 2021