EL MERCURIO – Después de que el Panel de Expertos del Transporte Público determinara un alza de $10 en las tarifas del Transantiago, el Ministerio de Transportes emitió un decreto, ahora en Contraloría, para evitar su implementación. El Panel utiliza una fórmula predefinida y basada en factores tales como el precio de los combustibles, monedas extranjeras, mano de obra y otros para determinar los incrementos o reducciones del pasaje. Su trabajo es básicamente el de certificar y avalar el resultado, porque —dada la fórmula y sus fuentes— un programa informático podría eventualmente llegar a igual conclusión.
El Gobierno se opuso al alza debido al delicado momento que vive el país, producto de una crisis que precisamente tuvo como detonante el incremento de $30 en el valor de la tarifa del metro en horario punta, en octubre pasado. Si bien febrero es un mes que suele considerarse por las autoridades “apropiado” para proceder a estos ajustes, dado que los jóvenes que participan en las manifestaciones se encuentran de vacaciones, el hecho de que durante el verano hayan persistido las acciones de violencia, más la preocupación por lo que se anticipa como un marzo tenso, explican la cautela de la autoridad. Con todo, y dado el particular contexto que vive el país, surge como interrogante de fondo cuál será el futuro de las tarifas del transporte público y si en la práctica se terminará imponiendo su virtual congelamiento. Hoy ellas se encuentran reguladas por ley y, aunque existe un importante subsidio para la operación del sistema, este tiene límites, lo que impone ajustar sus precios, con el costo político involucrado.
Frente a esta discusión, algunos especialistas han propuesto que el transporte público sea gratuito, como ocurre en algunas ciudades pequeñas de países altamente desarrollados. Según ellos, las externalidades positivas del transporte público —menor congestión, contaminación y emisiones de gases de efecto invernadero— justificarían la eliminación del pago. Además, señalan que el cobro del pasaje supone incurrir en costos importantes —por ejemplo, en fiscalización, contabilidad o sistemas recaudatorios—, los que se eliminarían con la gratuidad.
Otros análisis más rigurosos muestran, en cambio, que el valor de las externalidades positivas aconsejaría un subsidio de un 50%, al tiempo que estiman los costos de cobranza del pasaje en alrededor de un 10% del valor recaudado. De acuerdo con estos resultados, antes que la gratuidad, tendría más sentido un eventual aumento del actual subsidio (que alcanza aproximadamente al 40% de los costos del sistema), lo que significaría una pequeña baja de las tarifas. Este planteamiento, sin embargo, omite el que cualquier aumento del aporte estatal en Santiago debería extenderse al resto del país por la presión regionalista, pese a que las externalidades del transporte público deberían ser menores en ciudades pequeñas. Además, el análisis es sectorial y no considera los usos alternativos que tienen los recursos públicos, de modo tal que destinar grandes montos al transporte implica reducir los dineros disponibles para áreas como la salud o la educación.
El debate debiera considerar además formas de recaudación que redujeran la evasión. Una idea en esta línea sería la de crear permisos mensuales para usar el transporte público, que podrían ser adquiridos por los empleadores y entregados a sus trabajadores como parte de la asignación de movilización, lo que quitaría presión al sistema y disminuiría los incentivos para el no pago, problema que —según todos los antecedentes hasta ahora conocidos— parece haber alcanzado un nivel crítico durante los últimos tres meses.
Pero, más allá de lo relevante de estas discusiones, se impone también la reflexión sobre la situación de un país en que las autoridades deben anticipar eventuales situaciones de violencia frente a alzas en el precio de servicios regulados según normativas aprobadas en su momento por el Congreso. Aun cuando la prudencia y el realismo político obliguen a considerar esta situación, no cabe obviar que ella da cuenta de una arista más del debilitamiento de las instituciones y las dificultades del Estado para preservar la legalidad.
Fuente: El Mercurio, Martes 28 de Enero de 2020
Alza anulada
EL MERCURIO – Después de que el Panel de Expertos del Transporte Público determinara un alza de $10 en las tarifas del Transantiago, el Ministerio de Transportes emitió un decreto, ahora en Contraloría, para evitar su implementación. El Panel utiliza una fórmula predefinida y basada en factores tales como el precio de los combustibles, monedas extranjeras, mano de obra y otros para determinar los incrementos o reducciones del pasaje. Su trabajo es básicamente el de certificar y avalar el resultado, porque —dada la fórmula y sus fuentes— un programa informático podría eventualmente llegar a igual conclusión.
El Gobierno se opuso al alza debido al delicado momento que vive el país, producto de una crisis que precisamente tuvo como detonante el incremento de $30 en el valor de la tarifa del metro en horario punta, en octubre pasado. Si bien febrero es un mes que suele considerarse por las autoridades “apropiado” para proceder a estos ajustes, dado que los jóvenes que participan en las manifestaciones se encuentran de vacaciones, el hecho de que durante el verano hayan persistido las acciones de violencia, más la preocupación por lo que se anticipa como un marzo tenso, explican la cautela de la autoridad. Con todo, y dado el particular contexto que vive el país, surge como interrogante de fondo cuál será el futuro de las tarifas del transporte público y si en la práctica se terminará imponiendo su virtual congelamiento. Hoy ellas se encuentran reguladas por ley y, aunque existe un importante subsidio para la operación del sistema, este tiene límites, lo que impone ajustar sus precios, con el costo político involucrado.
Frente a esta discusión, algunos especialistas han propuesto que el transporte público sea gratuito, como ocurre en algunas ciudades pequeñas de países altamente desarrollados. Según ellos, las externalidades positivas del transporte público —menor congestión, contaminación y emisiones de gases de efecto invernadero— justificarían la eliminación del pago. Además, señalan que el cobro del pasaje supone incurrir en costos importantes —por ejemplo, en fiscalización, contabilidad o sistemas recaudatorios—, los que se eliminarían con la gratuidad.
Otros análisis más rigurosos muestran, en cambio, que el valor de las externalidades positivas aconsejaría un subsidio de un 50%, al tiempo que estiman los costos de cobranza del pasaje en alrededor de un 10% del valor recaudado. De acuerdo con estos resultados, antes que la gratuidad, tendría más sentido un eventual aumento del actual subsidio (que alcanza aproximadamente al 40% de los costos del sistema), lo que significaría una pequeña baja de las tarifas. Este planteamiento, sin embargo, omite el que cualquier aumento del aporte estatal en Santiago debería extenderse al resto del país por la presión regionalista, pese a que las externalidades del transporte público deberían ser menores en ciudades pequeñas. Además, el análisis es sectorial y no considera los usos alternativos que tienen los recursos públicos, de modo tal que destinar grandes montos al transporte implica reducir los dineros disponibles para áreas como la salud o la educación.
El debate debiera considerar además formas de recaudación que redujeran la evasión. Una idea en esta línea sería la de crear permisos mensuales para usar el transporte público, que podrían ser adquiridos por los empleadores y entregados a sus trabajadores como parte de la asignación de movilización, lo que quitaría presión al sistema y disminuiría los incentivos para el no pago, problema que —según todos los antecedentes hasta ahora conocidos— parece haber alcanzado un nivel crítico durante los últimos tres meses.
Pero, más allá de lo relevante de estas discusiones, se impone también la reflexión sobre la situación de un país en que las autoridades deben anticipar eventuales situaciones de violencia frente a alzas en el precio de servicios regulados según normativas aprobadas en su momento por el Congreso. Aun cuando la prudencia y el realismo político obliguen a considerar esta situación, no cabe obviar que ella da cuenta de una arista más del debilitamiento de las instituciones y las dificultades del Estado para preservar la legalidad.
Fuente: El Mercurio, Martes 28 de Enero de 2020