EL MERCURIO – Nuestro país enfrenta una situación inédita, con la emergencia sanitaria precedida por la crisis político-social de octubre pasado. Estos dos fenómenos han cambiado de manera radical el escenario en que nos movemos, con alcances que son aún difíciles de predecir. Lo que sí está claro es que los desafíos que impone esta realidad exigen dejar de lado los viejos paradigmas con los que hemos organizado la sociedad.
Por esta razón, más que un enfoque de fases sucesivas que convergen a una “nueva normalidad”, la salida de la crisis necesita trabajar simultáneamente con objetivos de corto y de largo plazo. Los primeros apuntan a mitigar los efectos en el presente y los segundos buscan crear las condiciones para un crecimiento sostenido. Las acciones en cada uno de estos dos niveles están interrelacionadas y se refuerzan mutuamente, por lo que desatender cualquiera de estos horizontes puede terminar generando mayores costos e inestabilidad política.
Asumir esta premisa obliga a tener a la vista tres elementos indiscutibles. Primero, la salida de la crisis tomará tiempo, por lo que las estrategias que solo buscan resultados rápidos tenderán a desgastarse. La experiencia muestra que Chile puede tardar unos cinco años en alcanzar el ingreso per cápita que tenía antes de la crisis. En los 80 tomó ocho años y hay casos peores, como el de Italia, país que una década después de la crisis de 2008 mantiene un ingreso per cápita inferior al que tenía antes de la crisis.
Segundo, la recuperación de la economía estará acompañada de los mismos problemas estructurales que ya se han evidenciado, pero aumentados y agravados. Entre estos, el origen de las arraigadas desigualdades; las fuentes de la baja productividad y del débil crecimiento, y las de la escasa generación de puestos de trabajo de calidad. Seguir el mismo camino por el que veníamos solo mantendrá el ciclo de ilusión-desilusión que arrastramos desde hace un tiempo y que ha implicado siete años seguidos de déficit fiscal.
Tercero, las tendencias globales como la automatización y la digitalización se acelerarán con la crisis, dejando en evidencia que el ritmo al cual estábamos avanzando en estas áreas es insuficiente para enfrentar la economía del conocimiento que viene. De hecho, el confinamiento ha revelado el rezago en las habilidades digitales de la fuerza de trabajo.
En este contexto, para enfrentar y superar esta crisis no basta con optimizar o hacer más eficiente el mismo paradigma económico que seguimos por muchos años; tenemos que cambiarlo. Un sistema que siga apoyado solo en la coordinación que ocurre en los mercados, no tendrá la capacidad de generar mejores oportunidades de desarrollo en las próximas décadas. Por esta razón, el paradigma emergente debe apoyarse tanto en el mercado como en la colaboración entre actores públicos y privados, dejando al Estado el rol clave de articulación.
Este es un desafío urgente, que debe abordarse a través de un amplio programa de inversiones públicas orientado a crear nuevas capacidades de crecimiento, por un monto anual equivalente a un 2% del PIB por un período de cinco años, unos 30 mil millones de dólares, que se financiaría con deuda pública, reasignación de gastos y recursos privados a través de concesiones. Los recursos públicos adicionales que se destinen a este programa se eximirían de los compromisos de la regla fiscal. Si bien se trata de montos significativos, el riesgo de aplicar sucesivos programas de alivio de corto plazo podría terminar agotando los recursos públicos sin generar las capacidades que requiere el crecimiento sostenido.
Los proyectos seleccionados en este programa estratégico deben incluir inversiones en infraestructura física, en conectividad digital, en capital humano, y en investigación y desarrollo. En todos los casos, incorporando las tendencias de la tecnología avanzada, las pautas de la protección ambiental y las exigencias de inclusión social. Asimismo, deberán seguir el criterio de complementariedad con las capacidades productivas que tiene el país y con la inversión privada, lo que se reflejaría en la vitalidad de la base de colaboración que exista en torno a cada iniciativa. Por esta razón, una activa articulación público-privada es fundamental para el éxito del programa.
El impacto económico de este programa depende de la persistencia de las holguras de capacidad; de la calidad de la selección e implementación de los proyectos, y del buen funcionamiento de los mercados de bienes y de trabajo. En el caso que la demanda privada se recupere más rápido o que se agoten las holguras macroeconómicas, deberá tener la flexibilidad para adaptarse a estas condiciones. A mediano plazo, incrementaría el crecimiento tendencial, revertiría la baja en la inversión, y generaría puestos de trabajo de calidad, contrarrestando el aumento de la informalidad y la precariedad que se avizora en el mercado del trabajo. A su vez, en el escenario más probable el mayor crecimiento limitaría el aumento de la relación deuda pública-PIB, por lo que no genera mayores riesgos para la solvencia financiera del país, al tiempo que reduce las dificultades que se generan por el bajo crecimiento.
En síntesis, el país debe trabajar con una agenda que se ocupe simultáneamente de la emergencia y del futuro. Si bien el Gobierno ha desplegado una serie de iniciativas que abordan el horizonte inmediato, y el ministro de Hacienda ha planteado la necesidad de elaborar una agenda de futuro, este esfuerzo parece acotado a hacer más eficiente el paradigma del pasado. Frente a la crisis que enfrentamos, no se debe perder de vista que la resolución de problemas complejos requiere de diálogo, colaboración entre los distintos actores y una visión de largo plazo que incorpore la importancia de lo inmediato.
Fuente: El Mercurio, Martes 26 de Mayo de 2020
Colaboración y crecimiento, las claves para superar la crisis, por Jorge Marshall
EL MERCURIO – Nuestro país enfrenta una situación inédita, con la emergencia sanitaria precedida por la crisis político-social de octubre pasado. Estos dos fenómenos han cambiado de manera radical el escenario en que nos movemos, con alcances que son aún difíciles de predecir. Lo que sí está claro es que los desafíos que impone esta realidad exigen dejar de lado los viejos paradigmas con los que hemos organizado la sociedad.
Por esta razón, más que un enfoque de fases sucesivas que convergen a una “nueva normalidad”, la salida de la crisis necesita trabajar simultáneamente con objetivos de corto y de largo plazo. Los primeros apuntan a mitigar los efectos en el presente y los segundos buscan crear las condiciones para un crecimiento sostenido. Las acciones en cada uno de estos dos niveles están interrelacionadas y se refuerzan mutuamente, por lo que desatender cualquiera de estos horizontes puede terminar generando mayores costos e inestabilidad política.
Asumir esta premisa obliga a tener a la vista tres elementos indiscutibles. Primero, la salida de la crisis tomará tiempo, por lo que las estrategias que solo buscan resultados rápidos tenderán a desgastarse. La experiencia muestra que Chile puede tardar unos cinco años en alcanzar el ingreso per cápita que tenía antes de la crisis. En los 80 tomó ocho años y hay casos peores, como el de Italia, país que una década después de la crisis de 2008 mantiene un ingreso per cápita inferior al que tenía antes de la crisis.
Segundo, la recuperación de la economía estará acompañada de los mismos problemas estructurales que ya se han evidenciado, pero aumentados y agravados. Entre estos, el origen de las arraigadas desigualdades; las fuentes de la baja productividad y del débil crecimiento, y las de la escasa generación de puestos de trabajo de calidad. Seguir el mismo camino por el que veníamos solo mantendrá el ciclo de ilusión-desilusión que arrastramos desde hace un tiempo y que ha implicado siete años seguidos de déficit fiscal.
Tercero, las tendencias globales como la automatización y la digitalización se acelerarán con la crisis, dejando en evidencia que el ritmo al cual estábamos avanzando en estas áreas es insuficiente para enfrentar la economía del conocimiento que viene. De hecho, el confinamiento ha revelado el rezago en las habilidades digitales de la fuerza de trabajo.
En este contexto, para enfrentar y superar esta crisis no basta con optimizar o hacer más eficiente el mismo paradigma económico que seguimos por muchos años; tenemos que cambiarlo. Un sistema que siga apoyado solo en la coordinación que ocurre en los mercados, no tendrá la capacidad de generar mejores oportunidades de desarrollo en las próximas décadas. Por esta razón, el paradigma emergente debe apoyarse tanto en el mercado como en la colaboración entre actores públicos y privados, dejando al Estado el rol clave de articulación.
Este es un desafío urgente, que debe abordarse a través de un amplio programa de inversiones públicas orientado a crear nuevas capacidades de crecimiento, por un monto anual equivalente a un 2% del PIB por un período de cinco años, unos 30 mil millones de dólares, que se financiaría con deuda pública, reasignación de gastos y recursos privados a través de concesiones. Los recursos públicos adicionales que se destinen a este programa se eximirían de los compromisos de la regla fiscal. Si bien se trata de montos significativos, el riesgo de aplicar sucesivos programas de alivio de corto plazo podría terminar agotando los recursos públicos sin generar las capacidades que requiere el crecimiento sostenido.
Los proyectos seleccionados en este programa estratégico deben incluir inversiones en infraestructura física, en conectividad digital, en capital humano, y en investigación y desarrollo. En todos los casos, incorporando las tendencias de la tecnología avanzada, las pautas de la protección ambiental y las exigencias de inclusión social. Asimismo, deberán seguir el criterio de complementariedad con las capacidades productivas que tiene el país y con la inversión privada, lo que se reflejaría en la vitalidad de la base de colaboración que exista en torno a cada iniciativa. Por esta razón, una activa articulación público-privada es fundamental para el éxito del programa.
El impacto económico de este programa depende de la persistencia de las holguras de capacidad; de la calidad de la selección e implementación de los proyectos, y del buen funcionamiento de los mercados de bienes y de trabajo. En el caso que la demanda privada se recupere más rápido o que se agoten las holguras macroeconómicas, deberá tener la flexibilidad para adaptarse a estas condiciones. A mediano plazo, incrementaría el crecimiento tendencial, revertiría la baja en la inversión, y generaría puestos de trabajo de calidad, contrarrestando el aumento de la informalidad y la precariedad que se avizora en el mercado del trabajo. A su vez, en el escenario más probable el mayor crecimiento limitaría el aumento de la relación deuda pública-PIB, por lo que no genera mayores riesgos para la solvencia financiera del país, al tiempo que reduce las dificultades que se generan por el bajo crecimiento.
En síntesis, el país debe trabajar con una agenda que se ocupe simultáneamente de la emergencia y del futuro. Si bien el Gobierno ha desplegado una serie de iniciativas que abordan el horizonte inmediato, y el ministro de Hacienda ha planteado la necesidad de elaborar una agenda de futuro, este esfuerzo parece acotado a hacer más eficiente el paradigma del pasado. Frente a la crisis que enfrentamos, no se debe perder de vista que la resolución de problemas complejos requiere de diálogo, colaboración entre los distintos actores y una visión de largo plazo que incorpore la importancia de lo inmediato.
Fuente: El Mercurio, Martes 26 de Mayo de 2020