LA TERCERA – Ante la urgente necesidad de planificar el crecimiento urbano, de mejorar nuestra calidad de vida y de democratizar el acceso a los diferentes servicios que ofrece la ciudad, inmediatamente aparece la discusión en torno a la densificación. Últimamente, se trata de una densificación con apellido: equilibrada. Es decir, un proceso que debe considerar, entre otros elementos, la definición de tramos de lo que sería una buena densidad, franjas ideales en torno a infraestructuras de transporte, principalmente metro, y la tan utilizada integración social como supuesto eje rector para la implementación del equilibrio, a través de subsidios.
Sin embargo, en esta discusión llama la atención la ausencia o nula referencia a la vida cotidiana de los habitantes en un entorno residencial densificado, más allá de aspectos funcionales y productivos relacionados a la conectividad. Sin duda, es mejor poder acceder a las redes de transporte que quedar fuera de ellas, pero, ¿es esta funcionalidad en sí el criterio que queremos seguir como directriz para la construcción de nuestras ciudades?
En 2007 se publicó en español el libro “La Condición Urbana. La ciudad a la hora de la mundialización”, del filósofo francés, Olivier Mongin. En este trabajo, Mongin distingue entre una condición propia de la ciudad, entendida como el lugar que posibilita prácticas infinitas en el espacio, en diferentes dimensiones de la vida, una ciudad que permite y motiva la permanencia, que promueve la diversidad y que se convierte en el lugar donde la propia sociedad se constituye. Es decir, una ciudad que genera un sentido de pertenencia y un reconocimiento con el territorio. Por el contrario, siguiendo el argumento del libro, el urbanismo contemporáneo ha promovido espacios urbanos que privilegian los flujos por sobre los lugares, el movimiento constante por sobre la permanencia, fragmentando el espacio y las relaciones sociales en su interior.
Una densificación equilibrada, entonces, debería contribuir a lo que algunos autores han llamado “entornos de alta familiaridad pública”, en el sentido de reconocer a otros y reconocerse uno mismo en el espacio público, generando arraigo y sentido de pertenencia, constituyendo un nuevo tipo de comunidad, a una escala efectivamente equilibrada entre los diferentes intereses, pero por sobre todos, el de los habitantes en su cotidianeidad.
Las investigaciones recientes muestran algunos datos a tener en cuenta. Por ejemplo, la interacción social entre vecinos y la confianza, caen drásticamente en lugares de muy alta densidad. La superficie de los departamentos en densificación es cada vez menor y difícilmente pueden albergar a familias con hijos. La constitución de comunidades fuertemente cohesionadas, donde las redes personales, amigos y familiares constituyen el entorno local, es cada vez más difícil y sólo ocurre en barrios consolidados a través del tiempo. Por el contrario, la movilidad cotidiana y la expansión de las redes personales, re escalan el espacio urbano más allá del entorno barrial, aunque acotado a límites de comunas homogéneas, reforzando la segregación a gran escala.
Es decir, observamos un tipo de ciudad en áreas centrales orientada a la transitoriedad, probablemente en un régimen de arriendo, donde la densidad residencial propiamente tal pasa a segundo plano en relación a las consecuencias sobre la forma de la comunidad y la vida cotidiana que se configura bajo este tipo de urbanización.
La pregunta entonces es si el modelo de densificación que se discute, equilibra efectivamente estas dimensiones. O más bien, lo que se promueve es una relación funcional de los lugares de residencia con los espacios de trabajo, conectados eficientemente en un tablero en el que se pueden ordenar de mejor manera las diferentes fichas y, de paso, capturar renta.
Se echa de menos en el discurso de quienes toman las decisiones, la consideración de opciones de densificación que vayan más allá de esta racionalidad y de las alianzas con los productores en localizaciones de alto valor. Por ejemplo, en áreas pericentrales, de consolidación de barrios, mantención de vínculos sociales y atracción o generación de servicios y empleo. Una forma de densificación menos intensa, pero más extensa, que contribuya efectivamente a romper un persistente patrón de expansión urbana.
La ciudad siempre ha sido un espacio en disputa, donde se pone en juego el poder de los diferentes actores por dominarla. La planificación urbana debe contribuir a la gestión de ese espacio complejo, de múltiples intereses, privilegiando la calidad de vida de los habitantes. En este caso, los intereses en torno a la densificación parecen no tomar en cuenta esta complejidad y simplemente abrir paso a una nueva etapa en la producción privada de ciudad subsidiada por el Estado.
Volviendo a Mongin, la alternativa no es otra que un imperativo político de recuperación del lugar, es decir, de la condición urbana en su sentido original. En ese contexto, la integración social debería ser entendida más allá de juntar, en un espacio bien conectado, a habitantes móviles, transitorios y de diferentes características socioeconómicas, sino el de construir barrios, densos, diversos, que motiven la permanencia y el uso cotidiano del entorno residencial y permitan al mismo tiempo, la conmutación a escala metropolitana. El tiempo en el espacio es el que genera reconocimiento, la forma urbana y las relaciones sociales que se infieren en la discusión en torno a la densidad, remiten a una condición urbana tergiversada, a través de una necesidad indiscutible de concentración.
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Fuente: La Tercera, viernes 18 de enero de 2019
Las paradojas de la densificación: el tiempo en el espacio, por Felipe Link
LA TERCERA – Ante la urgente necesidad de planificar el crecimiento urbano, de mejorar nuestra calidad de vida y de democratizar el acceso a los diferentes servicios que ofrece la ciudad, inmediatamente aparece la discusión en torno a la densificación. Últimamente, se trata de una densificación con apellido: equilibrada. Es decir, un proceso que debe considerar, entre otros elementos, la definición de tramos de lo que sería una buena densidad, franjas ideales en torno a infraestructuras de transporte, principalmente metro, y la tan utilizada integración social como supuesto eje rector para la implementación del equilibrio, a través de subsidios.
Sin embargo, en esta discusión llama la atención la ausencia o nula referencia a la vida cotidiana de los habitantes en un entorno residencial densificado, más allá de aspectos funcionales y productivos relacionados a la conectividad. Sin duda, es mejor poder acceder a las redes de transporte que quedar fuera de ellas, pero, ¿es esta funcionalidad en sí el criterio que queremos seguir como directriz para la construcción de nuestras ciudades?
En 2007 se publicó en español el libro “La Condición Urbana. La ciudad a la hora de la mundialización”, del filósofo francés, Olivier Mongin. En este trabajo, Mongin distingue entre una condición propia de la ciudad, entendida como el lugar que posibilita prácticas infinitas en el espacio, en diferentes dimensiones de la vida, una ciudad que permite y motiva la permanencia, que promueve la diversidad y que se convierte en el lugar donde la propia sociedad se constituye. Es decir, una ciudad que genera un sentido de pertenencia y un reconocimiento con el territorio. Por el contrario, siguiendo el argumento del libro, el urbanismo contemporáneo ha promovido espacios urbanos que privilegian los flujos por sobre los lugares, el movimiento constante por sobre la permanencia, fragmentando el espacio y las relaciones sociales en su interior.
Una densificación equilibrada, entonces, debería contribuir a lo que algunos autores han llamado “entornos de alta familiaridad pública”, en el sentido de reconocer a otros y reconocerse uno mismo en el espacio público, generando arraigo y sentido de pertenencia, constituyendo un nuevo tipo de comunidad, a una escala efectivamente equilibrada entre los diferentes intereses, pero por sobre todos, el de los habitantes en su cotidianeidad.
Las investigaciones recientes muestran algunos datos a tener en cuenta. Por ejemplo, la interacción social entre vecinos y la confianza, caen drásticamente en lugares de muy alta densidad. La superficie de los departamentos en densificación es cada vez menor y difícilmente pueden albergar a familias con hijos. La constitución de comunidades fuertemente cohesionadas, donde las redes personales, amigos y familiares constituyen el entorno local, es cada vez más difícil y sólo ocurre en barrios consolidados a través del tiempo. Por el contrario, la movilidad cotidiana y la expansión de las redes personales, re escalan el espacio urbano más allá del entorno barrial, aunque acotado a límites de comunas homogéneas, reforzando la segregación a gran escala.
Es decir, observamos un tipo de ciudad en áreas centrales orientada a la transitoriedad, probablemente en un régimen de arriendo, donde la densidad residencial propiamente tal pasa a segundo plano en relación a las consecuencias sobre la forma de la comunidad y la vida cotidiana que se configura bajo este tipo de urbanización.
La pregunta entonces es si el modelo de densificación que se discute, equilibra efectivamente estas dimensiones. O más bien, lo que se promueve es una relación funcional de los lugares de residencia con los espacios de trabajo, conectados eficientemente en un tablero en el que se pueden ordenar de mejor manera las diferentes fichas y, de paso, capturar renta.
Se echa de menos en el discurso de quienes toman las decisiones, la consideración de opciones de densificación que vayan más allá de esta racionalidad y de las alianzas con los productores en localizaciones de alto valor. Por ejemplo, en áreas pericentrales, de consolidación de barrios, mantención de vínculos sociales y atracción o generación de servicios y empleo. Una forma de densificación menos intensa, pero más extensa, que contribuya efectivamente a romper un persistente patrón de expansión urbana.
La ciudad siempre ha sido un espacio en disputa, donde se pone en juego el poder de los diferentes actores por dominarla. La planificación urbana debe contribuir a la gestión de ese espacio complejo, de múltiples intereses, privilegiando la calidad de vida de los habitantes. En este caso, los intereses en torno a la densificación parecen no tomar en cuenta esta complejidad y simplemente abrir paso a una nueva etapa en la producción privada de ciudad subsidiada por el Estado.
Volviendo a Mongin, la alternativa no es otra que un imperativo político de recuperación del lugar, es decir, de la condición urbana en su sentido original. En ese contexto, la integración social debería ser entendida más allá de juntar, en un espacio bien conectado, a habitantes móviles, transitorios y de diferentes características socioeconómicas, sino el de construir barrios, densos, diversos, que motiven la permanencia y el uso cotidiano del entorno residencial y permitan al mismo tiempo, la conmutación a escala metropolitana. El tiempo en el espacio es el que genera reconocimiento, la forma urbana y las relaciones sociales que se infieren en la discusión en torno a la densidad, remiten a una condición urbana tergiversada, a través de una necesidad indiscutible de concentración.
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Fuente: La Tercera, viernes 18 de enero de 2019